La carta que nunca me atreví a enviar / pero sí a publicar en internet para que algunos amigos y desconocidos la lean
Marzo de mensajes demasiado largos
Tengo la teoría de que las relaciones se estropean cuando los mensajes de WhatsApp dejan de ser mensajes y empiezan a ser cartas. Con (1) su correspondiente encabezamiento, (2) un aviso previo de que el mensaje que sigue a continuación va a ser largo, y (3) la despedida, que puede ir desde el inofensivo «un beso» hasta el terrible «siento decirte todo esto por aquí, pero es que necesitaba sacarlo». La relación puede aguantar en pie unas semanas, o incluso varios meses, pero ya está herida de muerte desde ese primer mensaje de más de diez líneas que ha aparecido en el hilo de la conversación.
La última vez que necesité enviar uno de esos mensajes, una amiga me sugirió que escribiera una carta. En los libros de autoayuda que la gente tocadita como yo se compra para superar rupturas amorosas suelen aconsejar que escribas una carta con todo aquello que quieres decirle a la persona que te ha dejado, pero que no la envíes. La puedes guardar en un cajón, romperla en pedazos o quemarla, si es que te va el drama. Pero mi amiga me estaba sugiriendo que la escribiera y que además la enviara: no sirve de nada escribir algo si nadie lo va a leer.
La idea me resultó extraña. Más allá del experimento que estoy haciendo con esta newsletter, mis experiencias epistolares son casi inexistentes. De niña me carteaba con un matrimonio británico que mis padres y yo conocimos un verano en el camping La Viorna, en Potes. Solo recuerdo que ella se llamaba Barbra (por eso hicimos migas) y él Steve, y que tenían la autocaravana más grande que he visto en mi vida (he visto unas cuantas). Practiqué mi inglés de quinto de primaria con ellos durante unos meses y después supongo que me cansé de responder. O quizás me cansé de esperar respuesta.
Después de eso, nada más. Cero cartas de amor en mi buzón, también cero cartas de desamor. Las cartas son para mí territorio de lo formal: la carta del banco, la del seguro médico, la carta con mi tarjeta censal cuando hay elecciones. Por un momento pensé en hacerle caso a mi amiga. Me imaginé sacando un par de folios del cajón del escritorio. Me vi sentada en la mesa del comedor, que es más amplia que el escritorio, intentando escribir recto y sin tachones todo eso que quería decir solo para que alguien lo leyera.
De repente esa carta que ni siquiera había escrito, la carta que tan solo me estaba imaginando escribir, dejó de ser una cosa formal e inofensiva para convertirse en algo íntimo y delicado. Esta que envío todos los meses no me da tanto miedo. Ni siquiera es una carta de verdad porque no está en papel y porque nadie ve mi letra, aunque me alivia saber que, al igual que ocurre con las cartas de verdad, si te aburres puedes dejar de leerla en cualquier momento y yo nunca me voy a enterar.
Lo que más me incomodaba de escribir la carta que me había sugerido mi amiga era su longitud. En Breve ensayo sobre la carta, Laía Argüelles Folch recupera esta frase que escribió en uno de sus cuadernos de notas: «To write letters even if they are short». Las cartas breves pueden existir, pero son una anomalía. Una no se sienta a escribir una carta que solo tenga cuatro líneas. Si haces el esfuerzo, al menos debes rellenar un folio por las dos caras. Y un texto largo, un texto que además has escrito a mano y que has convertido en una extensión de tu cuerpo, lanza el mensaje de que esto te importa mucho. Es decir, que esto te importa demasiado.

A principios de marzo terminé un taller de escritura con Begoña Méndez sobre textos íntimos y autobiográficos. Hablamos de cartas, leímos sobre cartas y también las escribimos. La profesora nos encargó dos: la carta que te hubiera gustado recibir y la que nunca te atreverías a enviar.
Después de leer las mías en clase y de escuchar las de mis compañeros, me quedó claro que a todos nos hubiera gustado recibir el mismo tipo de carta. La de alguien que nos ha hecho daño y que tiempo después escribe para pedir disculpas. Las cartas que no nos atrevíamos a enviar eran mucho más interesantes, menos propensas a caer en el cliché, porque contaban pecados que hasta ese momento habían estado ocultos con un tono que no era el de la confesión, sino el de la reivindicación. Una infidelidad, un aborto clandestino, una traición a un amigo.
Para escribir la mía recuperé un email que tengo en borradores desde hace unos meses y hablé de un robo sobre el que no siento el menor arrepentimiento.
Hola, ——:
Este es el email más extraño que he escrito en mi vida. Y aunque espero que sea lo suficientemente interesante como para que lo leas hasta el final, lo que de verdad espero es que no te dé un infarto cuando veas mi nombre en tu bandeja de entrada. O sí lo espero, no lo sé. Siempre me pareciste muy propenso al infarto y hasta diría que en parte te lo mereces, seguro que en eso estamos de acuerdo.
Quería escribirte directamente a ti, después de estos años de silencio, para contarte que todo este tiempo me he dedicado precisamente a escribir sobre ti. He escrito tanto y de tantas maneras sobre lo que pasó cuando nos conocimos que ahora tengo 300 páginas de una novela en la que yo me llamo Amelia en vez de Bárbara y tú te llamas Gonzalo en vez de ——.
No te imaginas cuántas cosas he tenido que robarte para poder escribir todas esas palabras. Te robé a tu hermano y a tus padres, aunque en mi novela la madre de Gonzalo sigue viva. Te robé tu vocación frustrada de periodista, las tardes que echabas tirado en el sofá viendo el baloncesto, a tu amigo Roberto y los jerséis trenzados que te ponías en invierno. Te robé, sobre todo, tu idea pésima de irte a trabajar a otro país en el peor momento posible. Y aunque aquello me jodió bastante, ahora casi que te lo tengo que agradecer porque sin esa idea yo nunca podría haber escrito una novela de 300 páginas.
Si la leyeras, lo que más te sorprendería es comprobar que Gonzalo habla exactamente igual que tú. Borré todos tus mensajes del móvil, pero los tengo guardados en el ordenador, así que en mi novela Gonzalo recita algunas frases que en su día me escribiste por WhatsApp y pronuncia otras que nunca te llegué a escuchar, porque ya estabas demasiado lejos, pero que perfectamente podrías haber dicho tú si te hubieras quedado en Madrid.
La última frase de Gonzalo es esta: «No lo sé, Amelia. Haz lo que quieras». Está en la página 275, y no en la 300, porque aunque Gonzalo es muy importante, nunca fue el protagonista.
A veces te imagino caminando por ——. Me cuesta hacerme una idea de cómo son las calles allí, pero te veo de pie entre la gente, siempre unos centímetros por encima del resto de las cabezas, moviéndote deprisa a pesar de todas las partes del cuerpo que igualmente te he robado. Por si aún no te has dado cuenta, tienes que saber que te he extirpado los brazos y la lengua, las dos piernas e incluso el torso, y que se lo he colocado todo a Gonzalo para que él también pueda ponerse de pie, llenar un par de maletas negras con toda su ropa y subirse a un avión sin intención de volver.
Lo más probable es que esta novela no llegue a publicarse, así que mis 300 páginas tampoco llegarán a ninguna de las librerías de ——. Como nunca llegué yo y como nunca me has escrito tú cuando has venido de visita a Madrid.
Está bien que sea así. Supongo que en eso también estamos de acuerdo.
Un abrazo,
Bárbara
Al final no escribí la carta que me sugirió mi amiga. Lo único que hice fue redactar un mensaje de 32 líneas y enviarlo por WhatsApp. Era necesario que fueran 32, y no 33, para que quien lo recibiera pudiera leerlo entero sin tener que hacer scroll.
Porque esto me importa bastante. Pero no quiero que pienses que me importa demasiado.
Una hermosura total. Atrapante